
Una plaza de Argos. Una estatua de Júpiter, dios de las moscas y de la muerte. Ojos blancos, rostro embadurnado de sangre.
PRIMER SOLDADO.— No sé qué tienen las moscas hoy: están enloquecidas.
SEGUNDO SOLDADO.— Huelen a los muertos y eso las alegra. Ya no me atrevo a bostezar por miedo de que se me hundan en el hocico abierto y vayan a hacer un tío vivo en el fondo de mi gaznate.
[Las moscas (Jean-Paul Sartre), comienzo del ACTO I]
La Orestíada u Orestea es una tetralogía (Agamenón, Las Coéforas, Las Euménides y Proteo) de obras dramáticas de la Grecia Antigua escrita por Esquilo (525 a de C – 456 a de C) . Se representó originariamente en las fiestas Dionisias de Atenas en el año 458 a de C, donde ganó el primer premio.
Agamenón es la primera obra de la trilogía. En ella Agamenón, rey de Argos, vuelve a su hogar de la Guerra de Troya. Pero su esposa, Clitemnestra ha planeado su muerte como venganza por el sacrificio en honor a los Dioses de su hija, Ifigenia. Por otro lado, durante los diez años de ausencia de su esposo, Clitemnestra ha establecido una relación adulterina con Egisto, primo de Agamenón y descendiente de una rama desheredada de la familia, que está determinado por recuperar el trono que cree que en justicia le pertenece.
Las Coéforas constituye la segunda parte de la trilogía. Cuenta la venganza que sobre los asesinos de Agamenón cometen sus hijos Electra y Orestes. Es este último quien quita la vida no sólo a Egisto, sino también a su propia madre Clitemnestra. Ésta convoca a las Furias, que perseguirán a Orestes.
Las Euménides muestra cómo Orestes, Apolo y las Furias comparecen ante un jurado de atenienses conocido como Areópago (‘roca de Ares’, una colina rocosa plana junto al ágora ateniense donde el tribunal de homicidios de Atenas celebraba sus sesiones), para decidir sobre el grado de culpabilidad de Orestes en el asesinato de su madre. Orestes es encontrado inocente gracias a la ayuda de Apolo.
Proteo, en fin, era un drama satírico para ser representado junto a las anteriores. Desgraciadamente no ha sobrevivido a nuestros días.
Con el correr de los tiempos esos textos han servido como fuente de inspiración para una gran cantidad de autores literarios, como Jean Racine (1639 – 1699), Vittorio Alfieri (1749 – 1803), Johann Wolfgang von Goethe (1749 – 1832), Jean Anouilh (1810 – 1887), José Zorrilla (1817 – 1893), Charles Marie René Leconte de Lisle (1818 – 1894), Paul Claudel (1868 – 1955), André Gide (1869 – 1951), o Jean Giraudeux (1882 – 1944), por citar sólo a algunos. Jean-Paul Sartre (1905 – 1980) , también tomó este tema de la tradición esquilea y publicó su propuesta con el nombre de “Las moscas” (por cierto, su primera obra teatral y tal vez la menos popular de toda su producción dramática).
Sartre conservó los personajes de La Orestíada, así como ciertas características formales de gran importancia en el teatro griego clásico, como la estructura ritual convencional (agón), el sufrimiento (pathos), la revelación (epifanía) y el reconocimiento (anagnórisis), y da un tratamiento parecido a las situaciones, pero incluye algunos importantes cambios en la argumentación (por ejemplo, en el texto original es Clitemnestra quien mata a Agamenón, siendo Egisto el cómplice; en Sartre es el propio Egisto quien aniquila a Agamenón), y, sobre todo, en la motivación, a la que somete a un drástico baño de filosofía existencialista.
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Argumento de “Las moscas”
Luego de un largo destierro Orestes y su maestro (el Pedagogo) llegan a Argos la mañana del día de la fiesta de los muertos, el decimoquinto aniversario del asesinato de Agamenón, y se encuentran con que la ciudad—donde un día su padre llegó a reinar— ofrece un panorama desolador: las calles están desiertas, la gente es arisca y se halla dominada por el sentimiento de culpa y hay una presencia abrumadora de moscas que pululan por doquier (según Júpiter, estas moscas son el castigo de los dioses por el crimen cometido por Clitemnestra y Egisto, que el pueblo calló).
Egisto gobierna la ciudad después de haber asesinado a Agamenón, padre de Orestes, y de casarse con Clitemnestra, viuda de Agamenón y madre de Orestes. La culpa, el remordimiento y la consciencia del pecado unen al trono con el pueblo. Sólo hay una hereje, Electra, hija de Clitemnestra y hermana de Orestes, que es mantenida en esclavitud por su madre y por su padrastro. Electra trata de alertar al pueblo en cuanto a que su religión de mortificación y arrepentimiento es falsa, que los Dioses quieren que sean felices.
Júpiter, alarmado por esta irrupción sediciosa, derriba una columna del templo y pone al pueblo en contra de Electra; Orestes le promete a Electra que su sueño de que él regresara para vengar el asesinato de su padre se hará realidad. Entonces Júpiter le advierte a Egisto que Orestes quiere matarlo. Egisto le pregunta a Júpiter que por qué él, como Dios, no lo impide; y Júpiter le revela un secreto: debido a que los hombres tienen libertad, ni un Dios puede hacer nada. Orestes mata a Egisto y luego a su madre; Electra se impresiona, y Júpiter la convence para que se arrepienta. Orestes mantiene la autonomía de su ser contra la pretensión de Júpiter de que el universo pertenece a los Dioses. Aceptando su responsabilidad por lo que ha hecho, Orestes no acepta culpa y no cree haber hecho ningún mal, y abandona la ciudad con la frente en alto.
La escena crucial de la obra es el encaramiento entre Orestes y Júpiter en el último acto. Júpiter ha reducido a Electra a lágrimas y remordimiento, y le ofrece a Orestes el trono de Argos si también él se arrepiente. Orestes lo rechaza, Júpiter lo acusa de ser “el más cobarde de los asesinos”, y Orestes responde: “El más cobarde de los asesinos es el que siente remordimiento”. Con voz grandilocuente, Júpiter le recuerda a Orestes que el universo todo se mueve de acuerdo a la ley de los Dioses, y le ruega para que obedezca. Orestes responde: “Tú eres el Rey de los Dioses, Júpiter, el Rey de las Piedras y de las Estrellas, el Rey de los Mares. Pero no eres el Rey de los Hombres”. Orestes reconoce que Júpiter lo ha creado como un hombre libre, y que como tal, el hombre dejó de pertenecer a los Dioses. “Yo soy mi libertad”, dice Orestes.
A consciencia de que debe encontrar su propio camino en la vida, como todo hombre, Orestes dice: “Tú eres un Dios y yo soy libre. Estamos igualmente solos, y nuestra angustia es la misma”. Júpiter le recuerda del sufrimiento que vendrá con tal descubrimiento, pero Orestes responde orgullosamente: “Los hombres son libres, y la vida humana comienza al otro lado de la desesperación”.
El existencialismo de la obra
Sartre, especialista (como todos los filósofos existencialistas) en el pensamiento sobre la libertad, la responsabilidad, la soledad, la creencia en Dios, el arrepentimiento, el deber y tantas otras categorías humanas, niega en “Las moscas” la naturaleza misma —la esencia más pura— de la tragedia griega antigua. Si en Orestes (y en Edipo e in tutti quanti), el género humano es un juguete de los dioses, en Sartre paradójicamente el hombre es sólo hombre si se convierte en su propio Dios, si vive en entera libertad, de forma plenamente responsable, apechugando con las decisiones que toma y no escudándose cobardemente en entelequias como el Destino.
Orestes comete un acto trágico y pecha con ello. El acto —¿existe alguno de apariencia tan inhumana?— es el asesinato de su misma madre, y ha sido producido conscientemente y por propia voluntad. ¡Ahí está —según Sartre— el resumen del tema de Las moscas!: “¿Cómo se comporta un hombre ante un acto que ha cometido, del cual asume todas las consecuencias y responsabilidades aun cuando ese acto le inspire horror?”
Sartre otorga, pues, máxima importancia la libertad humana (no sólo en “Las moscas”, sino en absolutamente toda su producción): a) no se es hombre sin libertad, b) no se tiene libertad si existe un Dios omnipresente, omnisciente y omnipotente, c) la libertad humana tiene un carácter trágico, a veces no es más que una carga; deviene fuente de indeterminación y de perplejidad (Sartre, dice en uno de sus ensayos: “La libertad humana es una maldición; pero esa maldición es la única fuente de la nobleza del hombre”).
[Imagen: Orestes sacrificando a Egisto y a Clitemnestra, de Bernardino Mei (Monte dei Paschi di Siena)]
La libertad de Orestes (y la responsabilidad que ésta conlleva: “he hecho mi acto”) define su postura existencialista, como también lo hacen los sentimientos de arrepentimiento o de angustia) El hombre nace y pronto se ve abocado a situaciones problemáticas y absurdas, de las que sale mejor o peor parado, pero con experiencia. La misma existencia es un poder ser y por eso es incertidumbre, riesgo, decisión. Por ello es necesaria una ciencia que aclare el enigma del fundamento del existir.
Desde la ética laica de Sartre, somos libres, pero esa es precisamente y como se acaba de decir, nuestra condena (el «estamos condenados a ser libres» que subyace en todas sus obras). Orestes ES LIBRE y se sirve de esa libertad para derramar sangre: la del usurpador y la de Clitemnestra (la mujer que le dio la vida y amor), y le dice a su hermana, «soy libre, Electra, la libertad me ha caído como un rayo” y también “este acto es mi libertad». Júpiter (Dios), le reprocha a Orestes su actitud, diciéndole: «te he dado tu libertad para servirme», y Orestes le responde: » No soy ni el amo ni el esclavo, Júpiter. ¡Soy mi libertad! yo soy mi libertad. Apenas me creaste, dejé de pertenecerte. Ayer eras un velo en mis ojos y luego me has abandonado. Estoy condenado a no tener otra ley que la mía. Porque soy hombre y todo hombre debe inventar su propio destino. Tú eres Dios y yo soy libre. ¿Quién te dice que yo no haya buscado el remordimiento durante las noches para poder dormir? Pero yo no puedo tener remordimientos ni dormir».
Así pues, el acto, marca desde el punto de vista ontológico el tránsito cualitativo crucial en el ser y en el sentir de su protagonista. Antes de él, Orestes, se reconoce un títere manejado por fuerzas contra las que no puede luchar. Es un Orestes clásico que delega culpas y excusas frente a cada acto realizado otorgando voz y poderío a motores inmóviles o mecanismos de decisión comunitaria instauradores y seguidores de normas, a fuerzas inconmensurables, omnipotentes e ineluctables. Paradójicamente, necesita de un acto de máxima crueldad (desafiando la voluntad de aquellos demiurgos esclavizantes) para aparecer libre y, por tanto, responsable, para, al emanciparse, convertirse de esa manera en su propio Dios, a pesar de lo gravosa que es tamaña carga. Orestes vuelve a nacer y lo hace abrazando su individualidad, su condición humana y precaria; pensando y sintiendo sin barreras en un mundo en el que todo acto resulta vinculante. Se ha condenado, a tener que edificarse perpetuamente, a la agotadora tarea de definirse, solo, libre y responsable, día y a día. La pena por su crimen no es jurídica —habida cuenta de que el Areópago lo absuelve— sino metafísica: ¡ha empezado a existir!
Nivel metafórico de lectura
No es casualidad que Sartre ofreciera al público esta obra en 1943 (concretamente el 3 de junio), en lo álgido de la Segunda Guerra Mundial y con Francia ocupada por los nazis (ocupación que duró entre mayo de 1940 y diciembre de 1944), pues precisamente lo que intentaba (y asombra como mínimo un poco que las autoridades germanas de ocupación fueran tan indulgentes con la obra) era poner en el disparadero el peso del concepto libertad en los momentos en los que con más determinación debía ser defendido).
¿Por qué hablábamos de la indulgencia de las autoridades germanas para con la obra? Porque estaba claro que se hacía utilización del mito clásico en el teatro como subterfugio de una crítica política o político-militar. Eso es algo es muy común en los escritores franceses del siglo XX: la Antígona de Anouilh es un ejemplo muy claro, y Las moscas de Sartre, no menos.
Las moscas constituían un ejercicio de clandestinidad a plena luz del día, con peligrosas sutilezas en sus mensajes: evidentemente la voluntad del filósofo no era revisitar sin más y porque sí un mito de más de dos mil años de antigüedad, sino que trataba de crear una obra que se erigiese en paradigma del Teatro de la Resistencia, en un modus de rebeldía intelectual, en una crítica amarga a la guerra y al drama omnipresente [¿Ejemplos de alusiones al estado de guerra? Por ejemplo cuando dice Orestes: “(…) paredes embadurnadas de sangre, millones de moscas, olor a carnicería, calor de horno, calles desiertas, un dios con cara de asesinado, larvas aterradas que se golpean el pecho en el fondo de las casas, y esos gritos, esos gritos insoportables” (Acto I, Escena 1ra).] pero, al mismo tiempo —como reconoció él mismo—, un canto de esperanza hacia el futuro y un aporte a intento de crear una nueva ideología para la Postguerra.
Sartre ubica el drama en Argos, pero este Argos no era otra cosa que la Francia ocupada, una Francia compuesta de millones de Electras y de Orestes en la que algunos creen no poder eludir su sino y terminan devorados por la opción de aceptar la moral fácil (con lo cual asumen la carga de no ser, de no existir, de dejarse llevar por la corriente con los ojos cerrados), y en la que también hay resistentes: personas libres que actúan y se comprometen y se responsabilizan de sus hechos.
En la Francia-Argos de Sartre, no hay dioses y, por tanto — para bien o para mal—, todos, todos somos libres: el que mata y el que muere, los Egistos y las Clitemnestras, los Orestes y las Electras, toda la gente de Argos y toda la gente de Francia, los pueblos que invaden y los que son invadidos…
Anécdota: según Simone de Beauvoir (1908 – 1986) , Jean-Paul Sartre y Albert Camus (1913 – 1960) se conocieron durante el estreno de “Las Moscas”. Tanto Camus como Sartre eran militantes de izquierda, pero tenían profundas diferencias en el sentido de que Sartre justificaba la violencia inherente a la revolución social y Camus se oponía a ella. En 1952, ambos autores rompieron relaciones y no volvieron a hablarse jamás.
segundo cuadro escena VIII
ELECTRA.— Ya no puedo verte. Estas lámparas no iluminan. Oigo tu voz, pero me hace daño, me corta como un cuchillo. ¿Estará siempre así negro, en adelante, aun de día? ¡Orestes! ¡Ahí están!
ORESTES.— ¿Quiénes?
ELECTRA.— ¡Ahí están! ¿De dónde vienen? Cuelgan del techo como racimos de uvas negras, y son ellas las que oscurecen las paredes; se deslizan entre las luces y mis ojos, y son sus sombras las que me hurtan tu rostro.
ORESTES.— Las moscas…
ELECTRA.— ¡Escucha!… Escucha el ruido de sus alas, semejante al ronquido de una forja. Nos rodean, Orestes. Nos espían; dentro de un instante caerán sobre nosotros, y sentiré mil patas pegajosas sobre mi cuerpo. ¿Dónde huir, Orestes? Se hinchan, se hinchan, ya son grandes como abejas, nos seguirán por todas partes en espesos remolinos. ¡Horror! Veo sus ojos, sus millones de ojos que nos miran.
[Imagen: «Orestes perseguido por las Furias», de Adolphe William Bouguereau (1825 – 1905), Chrysler Museum of Art, Norfolk, Virginia.]